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La Terraza: un sitio para bailar, beber y conquistar

La Terraza: un sitio para bailar, beber y conquistar

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carlos-moranCarlos Morán/Trascender Online/Opinión

Aidé nació y vivió en una época relajada, cuando este jirón del sureste mexicano tenía mucho, sobre todo dinero y una paz indescriptible. Su vida alegre y relajada la hizo ganarse un sitio respetable entre las invisibles de la noche. Era una mujerona de piel morena que si no tenía un cuerpazo de diosa egipcia, sudaba sexo doquier; a sus treinta y ocho años poseía una dureza inaplicable en sus hermosos glúteos que podía enloquecer de ansiedad y deseo a sus seguidores. Se hacía pasar por una mujer de mundo y lo que le faltaba en talento y sangre, lo suplía con desparpajo pero sobre todo, poseía un embrujo e imán encantador que creó su propia leyenda.

No era una mesalina cualquiera sino una mujer alegre que disfrutaba y se ganaba la vida realizando un trabajo que le gustaba, dicho en palabras más simples; amaba su labor. Era la compañera ideal para esas noches de soledad en donde la diversión estaba garantizada y cumplía con una rutina incansable durante 27 días del mes. A sus pies se rindieron señores linajudos y hombres que dejaron su juventud y los mejores años de su vida con esta noble compañía. No descansaba nunca excepto los días rigurosos del ciclo hormonal, pero como la costumbre era una ley en su vida, en los días de crisis se resistía abandonar la mesa número uno del restaurante Los Comales, desde donde sus amigos la saludaban y con un lenguaje especial en donde no habían palabras subía al auto o se encaminaba a La Terraza.

¡Aquellos años de la Terraza!, para quienes nacieron después de esa época, debo narrarles con justicia que hubo en la parte superior del restaurante Los Comales, que estaba situado en los portales del parque central Miguel Hidalgo un salón en donde las mujeres más famosas y las discretas también, se citaban en ese espacio con sus acompañantes, amigos, novios o amor en turno para disfrutar hasta que el cuerpo aguantara en medio de una noche en donde todo estaba permitido. El salón tenía unos grandes ventanales por donde se apreciaba una parte de la ciudad moralina que dormía, por donde también escapaba la música y podía olerse desde los jardines ordenados el ambiente y todo lo que ocurría en su interior. Era una especie de refugio para el alma en donde incluso los políticos de la época se cobijaban. Nadie se espantaba de nada y todos en medio de una fiesta no santa disfrutaban de una noche y porque no, un encuentro venturoso con dama alguna que solitaria llegaba a una cita ciega con lo que el destino le deparara.

Todas las noches eran distintas, cada una era especial. Ante las mesas cuadradas los parroquianos se sientan solicitando al mesonero el néctar de los dioses, el consuelo de los mortales y el exquisito licor que tiene el poder de alejar las preocupaciones y dar aunque sea por un rato la visión del paraíso. La luz es tenue y la música aturde los sentidos, excita las piernas invitando a bailar bajo el disparo de luces de colores que vienen del techo. Danzan a buen ritmo los mesoneros de un lugar a otro acudiendo a los llamados y en el clímax de la noche ahí está en la mejor mesa teniendo como marco un enorme ventanal nuestra dama, no está cerca de la pista sino mirando al infinito.

Va espléndidamente vestida de color rojo, con un ligero escote dejando al desnudo sus hombros y lleva dos magníficas perlas de rio en las orejas. Como por arte de magia y en menos de diez segundos está acompañada de un caballero que no tiene nombre, porta una guayabera fina y brilla en su solapa un par de plumas Cross de oro macizo, las mismas que ella toca con especial elegancia chuleándoselas. Entre ambos existe una distancia precisa, sus gestos son controlados, algo rígidos, como si se movieran en una acartonada coreografía, pero a través de sus gestos se percibe una atracción mutua como un río turbulento que amenaza con llevarse todo por delante. Por debajo de la mesa sus rodillas se rozan por suerte y ese contacto, casi imperceptible, los golpea como una corriente poderosa; una llamarada furiosa que sube por los muslos y enciende los vientres. El grupo State 23 ameniza la noche con algo popular “Ya llegó, ya llegó, ya llegó Sergio el bailador…” y las parejas se apoderan de la pista haciéndola suya. Surgen los mejores pasos y los señores olvidándose por una noche de la rutina familiar, una esposa, hijos, un trabajo, un prestigio, una moral… bailan como si estuviesen solos y nadie más estuviera esa noche en donde una neblina espesa de humo hace más candente la noche.

Nada cambia en la postura de la pareja, pero el deseo es tan intenso, que puede verse, palparse, como una niebla caliente borrando los contornos del mundo que los acoge en esa noche bulliciosa. Sólo ellos existen. El mesero se acerca para servirles un par más de jaiboles combinados con refresco de cola y agua espumeante, pero no lo ven. Tiembla. Ella levanta el tenedor llevándose un trozo de camarón, abre los labios y desde el otro lado de la mesa él puede adivinar el sabor de su saliva y la tibieza de su aliento, siente la lengua de ella moviéndose en su boca como una culebra traviesa, sofocante. Se le escapa un eructo que, de inmediato disimula tosiendo con discreción llevándose la servilleta a la cara.

Aidé tiene la vista fija en el último camarón gigante del plato de su acompañante. Se imagina tomándolo como reacción y síntesis de su propio desvarío. Nada revela la turbación en ellos. No hay silencio, sino una charla amena que cumple con decoro, los ritos precisos de la noche, tampoco escuchan las notas de la orquesta y mucho menos la voz del cantante que anima la velada. A ellos los aturde un escandaloso deseo en sus pechos. El conjunto ha reanudado la siguiente tanda y los sonidos del baterista semeja a las fuerzas primitivas que se han desencadenado; tambores y jadeos de guerra, un soplo de selva, de humus, de nardos podridos insinuándose a través del aroma delicado de la comida y el perfume femenino; imágenes de carne desnuda, de abrazos crueles, de lanzas inflamadas y flores carnívoras.

La noche está llena de risas, de brindis cargado de intenciones, parejas que danzan en medio de un paraíso en donde solo la felicidad y el placer reinan. No podemos negar que el alcohol tiene un poder afrodisiaco; en cantidades moderadas dilata los vasos sanguíneos, llevando más sangre a los genitales y prolongando la erección, desinhibe, relaja y alegra, tres requisitos fundamentales para una buena ejecución, no solo en la cama, también en el comedor. Es cierto que todos los que se albergaban en La Terraza esa noche por supuesto que buscaba alivio aunque sea temporal para escapar por un rato de la ansiedad de la existencia…

La pareja sin tocarse, perciben cada uno el olor y el calor del otro, las formas secretas de sus cuerpos en el acto de la entrega y del placer, la textura de la piel y el cabello aún desconocidas en completo desorden; se imaginan caricias nuevas, jamás antes experimentadas por nadie, caricias íntimas y atrevidas que inventarán solo para ellos. Una fina película de sudor les cubre la frente… La Terraza está atiborrada de parroquianos, hombres que lucen sus mejores galas y las mujeres con diseños atrevidos; de luces y brillantes. De una mesa a otra se saludan entre sí, unidos todos en una noble congregación en donde el clímax de la noche mantiene los sentidos excitados. Aidé y su acompañante no perciben la orgía de perfumes, solo ellos están en su mundo, solo ellos reinan y ella es quien domina la charla. Están solos como un par de huérfanos dispuestos a enfrentar el mundo y triunfar. Otros bajan de la pista y nuevas parejas aparecen, suben a ella…

Nuestra pareja no se mira a los ojos, se observan las manos del otro, manos cuidadas manos que sostienen los jaiboles con gracia, van y vienen de la mesa a los labios, como pájaros. Elevan sus vasos en un brindis cargado de intenciones, por un instante las miradas se cruzan y es como si se besaran. Arden, aterrados ante la fuerza arrolladora de sus propias emociones, ella húmeda, él erguido, contando los minutos de aquella noche eterna y, al mismo tiempo, deseando que aquel suplicio se prolongue hasta que cada fibra de sus cuerpos y cada alucinación de sus almas alcance el límite de lo resistible, calculando cuándo podrán abrazarse, pero dispuestos a hacerlo ahí mismo, sobre la mesa, delante de los mozos danzarines y toda aquella comparsa de fantasmas de gala, ella boca abajo sobre la mesa, las piernas abiertas, sus nalgas de ninfa expuestas a la luz tenue de las lamparas, clamando, expresando obscenidades, él atacándola por detrás de los pliegues de su vestido rojo pasión. Aullando entre los platos rojos manchados de salsa, chorreados de licor, arrancándose la ropa a tirones, las perlas de río rodando en el piso, las plumas Cross de oro también, mordiéndose, devorándose.

Algunas parejas siguen bailando con movimiento perversos, se escuchan coros desmemoriados y atarantados por el alcohol y todos beben sin control. En cada espalda existe una historia a cuestas, la del caballero tal vez una vida consagrada a una familia que lo espera en casa y la de ella, una vida glorificada para dar felicidad y placer. Una profesión consagrada, en cada noche un amor de horas y en cada mañana un despertar con la resaca de las ganancias de una noche más. Cerca de ellos una pareja discute no sé porque pero abandonan el salón tomados fuertemente de la mano y cruzan entre las mesas sin saludar a nadie, mientras Aidé y su finísimo señor de regia guayabera blanca y plumas de oro continúan conquistándose.

En casa, la señora levantó los platos de la mesa en espera de su amado esposo, admitiendo sumisamente que una junta más, una reunión de trabajo, una candidatura en puerta lo mantiene ausente de casa por días y solo llega a pernoctar. Guarda en el refrigerador un depp de berenjena con etjine y la arrachera se la da al perro que como un fiel guardián responde a cada movimiento, cada sombra extraña o fantasma que pulula por el jardín. En la otra casa solo hay una cama vacía en completo desorden y en el tocador rastros de un arreglo esmerado para una noche más; un perfume de Gabana, lápiz labial 450 rojo de Dior, collares y pulseras en desorden que no participaron en el show de la noche y algo nuevo en una vida de rutina que hasta ese momento solo estaba en divagaciones…

Pues bien, aquella visión es tan intensa que la pareja oscila al borde del abismo, a punto de estallar en un orgasmo cósmico. Y entonces ocurre lo de siempre cuando uno está en el clímax de sus ilusiones, aparecen dos meseros junto a la mesa, se inclinan sin tanta ceremonia, colocan ante ellos los platos, cubiertos, vasos y con gestos idénticos levantan todo en una charola y le dicen al caballero –acá está la cuenta-

Aidé se muerde los labios para no demostrar su desencanto y en pocos minutos cruzaron el salón, bajaron las 37 escaleras y abordaron un taxi. Atrás dejaron el bullicio de la noche, sus compañeros de velada que continuarían hasta el amanecer, para ellos, la noche era corta y urgía poner fin a tantos desvaríos. Lo demás pudo haber sido no como imaginaron pero si desvestirse de prisa desde la puerta del motel arrancándose a tirones los botones… Supongo que después vino el vacío del sueño, despertar al primer rayo del sol, recoger las propias cenizas de la cama y marcharse cada quien por su camino a continuar con sus vidas. Ella a su cuarto y él de regreso a casa para continuar con la farsa.

La Terraza cerró sus puertas hace varios años y con ello, se privó de un atractivo, un sitio para bailar, beber y conquistar. Un sitio que comenzó como restaurante y que con el tiempo se fue degenerando gracias a la sociedad que no supo conservarla convirtiéndose en un cabaret hasta que un día finalmente se ausentó del centro de la ciudad. Era un centro cultural lleno de historias que hoy no he podido compartir. Un cabaret exquisito en donde todas las clases sociales se mezclaban en medio de una única fiesta; la diversión.

Para comentarios escríbeme a morancarlos.escobar1­958@gmail.com

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